Por un periodismo bien macho y una literatura muy hembra






viernes, 12 de marzo de 2010

Cursi y necesario de cuando en vez:

Los sentimientos sin consumir
Devoran las palabras nunca dichas,
Las miradas no devueltas y
Los besos nunca dados.
Los amantes no se encuentran
O no se atreven a buscarse
Y sin importarles el dolor
Dejan huérfanos un amor.
¿Cuántos amores se han perdido?
¿Cuántos amores no han nacido?
Cuanta tristeza llena este mundo
Y todo por no amarnos.

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Por mi Dios que no vive
Y por el tuyo eterno.
Sagradas familias,
Vinos de segunda,
Orgías de primera
Y un puto amor divino
Que mezcla el cielo y el infierno
Para matarnos en el purgatorio.

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Tu carme me atrae,
El rojo de tu piel es mi dulce veneno,
La muerte en tu boca es una vida eterna.
Dame tu veneno que quiero sentirlo
Quiero que mi muerte sea junto a a ti.
Y descansaré en la gloria,
Sintiéndote a ti.

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Venas desgarradas,
Ríos de sangre y
Ojos cerrados.
Mañana un nuevo amanecer.
Dos heridas cicatrizadas.
Y dos heridas más esperando a abrirse.
Dolor, eso es mi pecho, muerte por amor.
Cuantas veces he muerto y cuantas veces he esperado volver a nacer.

Daniel E. Torrealba Febres-Cordero

martes, 9 de marzo de 2010

Literatura

Él mismo en su totalidad se había convertido en una caricatura soez, cuyo fin no era sino la abyección. Su cruel instinto, conjunto a su insaciable apetito por el sexo femenino lo llevó a tocar la mejilla de una infante, representando esto para su libido una explosión de sensaciones cuyo fin no pudo ser sino la ruptura de esa joven, la pérdida del honor de una niña a manos del hombre más poderoso del imperio. Este fue el comienzo de la debacle, la violación de esa niña representó el fin de un imperio a manos de un pedófilo.

Los ancianos del imperio no concertaban sobre si juzgar el carácter impúdico de la mejilla que provocó al hombre, o si por el contrario juzgaban al hombre que tocó la mejilla. Por lo pronto el pómulo pagaría, y los pies que sostenían a esa pómulo se detendrían al momento de ser colgado el cuello de ese infantil cuerpo. La madre lloró. Los ancianos se regocijaron por su sabia decisión.

El hombre buscó otra mejilla pueril para provocar y saciarse, luego buscó otra, y otra, y otra... Las vírgenes se convirtieron en el principal objeto de deseo de este hombre poderoso. No tardaron en aparecer los desgraciados, cuyo negocio era la desgracia. La caza de vírgenes se hizo común, era quehacer cuya mercancía representaba una venta segura. El vulgo del imperio observó con desfachatez como sus vírgenes les eran arrebatadas, pero consideró este un simple capricho de un hombre poderoso, algo pasajero y permisible para alguien con tal poder. Para ellos sólo fue un desliz.

La abyección fue cotidiana. Los monjes llenaron sus jetas de oro y sus manos no pudieron ya moverse por el peso de las monedas que habían en ellas. Los padres de las vírgenes también su silencio compraron. Las vírgenes quedaron solas; o no, tenían a ese hombre poderoso que las acariciaba y les decía palabras asquerosas al oído. ¿Qué habrán pensado las niñas mientras ese sujeto las manoseaba? ¿Alguien se habrá preocupado por acallar sus aullidos de dolor? ¿Cuánto sufrimiento podía valer un hombre poderoso?

Pronto no quedaría ninguna virgen, todas las jóvenes, sin importar su edad, habrían pasado ya por las manos de ese hombre poderoso. La abyección fue consumada y como acto supremo de su célebre victoria aquel hombre poderoso moriría feliz, sin pagar por sus actos. Murió como solían morir los hombres poderosos, de vejez, gordura y orgías alimentadas por la ignorancia de ese pueblo.

Daniel E. Torrealba Febres-Cordero

martes, 2 de marzo de 2010

Literatura (Noche Llanera)

Noche maldita de tempestad llanera, destino cruel que mandó una centella, la cual bajó sin encontrar mejor camino que ese cuello, esa centella lo atravesó, dejando la cabeza encajada y cuatro palmas marcadas en el arenal.

Despierto cada noche, después de un sueño recurrente, el de verlo a él, atravesado y con sus ojos cerrados. Memoria maldita que me hace recordar mis peores momentos, y es que no puedo perderme en el olvido, siempre me encuentran mis recuerdos. Te odio Rucio Moro por haberte amado, maldigo tu muerte; y mis recuerdos que me hacen verte a cada momento. ¿Y es que no hay vida después de ti? No toda mi vida se puede traducir en ti. Soy la potra Zaina.

Noche oscura en que escapamos para escuchar el canto del Carrao, para ser libres y amarnos, la lluvia era copiosa, y el Catatumbo parecía estar al fondo; iluminando nuestra noche. Todo cambiaría en la búsqueda del Carrao, cuyo canto escuchábamos, no muy lejos. Ya cerca del río una garza reposaba, su mirada era indiferente, más que indiferente, desconcertante; algo sabía, algo ocultaba. Como si conociese el futuro, pero a dos amantes eso resulta banal, el mundo para nosotros resultaba indiferente, y la mirada de esa garza era parte de ese mundo.

Poco faltaba y algo cambiaba, Rucio Moro conocía algo que yo no, iba a pasar algo, no sé qué. Pero algo pasaría. Se notaba en sus ojos, en su andar. Todo su ser me lo hacía notar. Acaso seguía pensando en que la luz lo llevaría, en que la luz lo haría subir, ¿Por qué me haces pensar esto Rucio Moro? ¿Por qué me siento como una espectadora y no como una cómplice? Desdichado el día en que decidiste hacerme verte morir a favor de tus locuras.

Ya lo había comprendido todo, cuando decidiste correr, veloz como el viento; no había animal que pudiera alcanzarte cuando galopabas, y así lo hiciste esa noche. Yo te seguía, iba detrás de ti, mientras la distancia entre nosotros se acrecentaba, te veía a lo lejos. Y a pesar de la lluvia y la distancia que nos separaba pude ver entre la cresta que tapaba mis ojos cuando te detuviste. Justo en el arenal, ¿Era acaso ese tu sitio elegido? Allí volarías, allí cumplirías tu sueño o tú farsa.

El llano no pudo menos que claudicar al juego de ese loco y seguir el designio pedido, la centella tanto buscada no hizo menos que bajar. Triste centella que le toco acabar con su vida. Iba más lenta que cualquier otra, sabiendo su trabajo, su triste trabajo. Faltaba poco para el contacto de los dos, el fin se acercaba, el llano enmudecía y Rucio Moro se erguía buscando el contacto, buscando su sueño. Culminando su locura. El relinchar fue seguido de un golpe seco. Rucio Moro había muerto.

El llano sumiso y dominante había terminado su espectáculo, había cumplido un sueño y dado fin a una locura. Amante de su monotonía había dado muerte a algo diferente.

La mañana apareció, y el Sol traía consigo a las aves llaneras, éstas que tras detenerse en los árboles cercanos iniciaban su cantar, se escuchaba el cantar del Morocoto y el Piapoco, coronado por el canto de la Paraulata. Hermosa despedida para aquel caballo que se llevo mi vida junto a la suya.


Daniel E. Torrealba Febres-Cordero