Por un periodismo bien macho y una literatura muy hembra






martes, 9 de marzo de 2010

Literatura

Él mismo en su totalidad se había convertido en una caricatura soez, cuyo fin no era sino la abyección. Su cruel instinto, conjunto a su insaciable apetito por el sexo femenino lo llevó a tocar la mejilla de una infante, representando esto para su libido una explosión de sensaciones cuyo fin no pudo ser sino la ruptura de esa joven, la pérdida del honor de una niña a manos del hombre más poderoso del imperio. Este fue el comienzo de la debacle, la violación de esa niña representó el fin de un imperio a manos de un pedófilo.

Los ancianos del imperio no concertaban sobre si juzgar el carácter impúdico de la mejilla que provocó al hombre, o si por el contrario juzgaban al hombre que tocó la mejilla. Por lo pronto el pómulo pagaría, y los pies que sostenían a esa pómulo se detendrían al momento de ser colgado el cuello de ese infantil cuerpo. La madre lloró. Los ancianos se regocijaron por su sabia decisión.

El hombre buscó otra mejilla pueril para provocar y saciarse, luego buscó otra, y otra, y otra... Las vírgenes se convirtieron en el principal objeto de deseo de este hombre poderoso. No tardaron en aparecer los desgraciados, cuyo negocio era la desgracia. La caza de vírgenes se hizo común, era quehacer cuya mercancía representaba una venta segura. El vulgo del imperio observó con desfachatez como sus vírgenes les eran arrebatadas, pero consideró este un simple capricho de un hombre poderoso, algo pasajero y permisible para alguien con tal poder. Para ellos sólo fue un desliz.

La abyección fue cotidiana. Los monjes llenaron sus jetas de oro y sus manos no pudieron ya moverse por el peso de las monedas que habían en ellas. Los padres de las vírgenes también su silencio compraron. Las vírgenes quedaron solas; o no, tenían a ese hombre poderoso que las acariciaba y les decía palabras asquerosas al oído. ¿Qué habrán pensado las niñas mientras ese sujeto las manoseaba? ¿Alguien se habrá preocupado por acallar sus aullidos de dolor? ¿Cuánto sufrimiento podía valer un hombre poderoso?

Pronto no quedaría ninguna virgen, todas las jóvenes, sin importar su edad, habrían pasado ya por las manos de ese hombre poderoso. La abyección fue consumada y como acto supremo de su célebre victoria aquel hombre poderoso moriría feliz, sin pagar por sus actos. Murió como solían morir los hombres poderosos, de vejez, gordura y orgías alimentadas por la ignorancia de ese pueblo.

Daniel E. Torrealba Febres-Cordero

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